Acompañar la vida hacia la muerte en sus últimos alientos oprime el pecho. Lo oprime porque, justo en esos momentos te das cuenta de lo rápido que pasa todo, que cada inhalar y expirar requiere de un esfuerzo del que, por natural y habitual, no somos conscientes, que inhalar y expirar requiere un esfuerzo que en la recta final ya no se siente.

Mi
gato, mejor dicho, Kwassi, porque de hecho él no era de nadie, ha
fallecido.
Vivió libre. Una libertad real. La libertad para entrar y salir,
comer y beber, dormir o copular, o pelearse con los otros gatos del
barrio. La
libertad de
disfrutar de las caricias y la compañía
de los humanos de la casa. Siempre lo recordaré por su ternura, por
sus maullidos expresivos, por
enseñarme algo más en la vida.
No es el primer animal que se me muere, tampoco el primer gato. Los recuerdo a todos: Flor, Duna, Marsitoni, Bast, todos diferentes pero grandes protectores de sus hogares.
Enterraremos
a Kwassii en La
Solana junto a Glaç, un persa aristócrata de actitud poco gatuna.
Dos polos opuestos. Kwassi fue el primero que decidió escoger
nuestra casa como hogar. Lo vimos cazar y comer los ratones que se
atrevían
a explorar nuestra alhacena, lo vimos volverse loco con el celo y
desaparecer días
enteros, para
vivir aventuras
de las que volvía
con heridas y señales de reñidas batallas.

Todos los animales somos maravillosos. Somos sabiduría pura, instintos, magia evolutiva. Eso se siente con otros animales cerca, y Kwassi era el mejor ejemplo. Le daré un último mimo, un último abrazo, y lloraré con tristeza, le agradeceré haber podido disfrutar de su presencia...