
El antiguo lavadero de Castellote es
una parte importante en mi vida de pueblo. Mi casa queda justo
delante y por tanto, disfrutar de él es fácil. Durante un tiempo
fui consciente del sonido del agua que corre. Brota de los chorros
del manantial y llena las balsas hasta que el sobre, cae huertas
abajo. Ahora no escucho el fragor del agua. Si paro, oigo su
continuidad, su constancia, ese ruido vago y sordo que produce la pureza transparente al caer a las rocas.
Me gusta lavar en él, sentir el agua
en mis manos, fresca en verano, templada en invierno, aunque
realmente no cambie de temperatura, somos nosotros, nuestra piel y la sensación
térmica la que nos hace notar esas variaciones tan agradables. Me
gusta mojar la tela, empaparla y frotar con la pastilla de jabón
casero, un ritual que me transporta a pensar siempre en ellas, en las
miles de mujeres diferentes que han lavado ahí. Por que el antiguo
lavadero de Castellote tiene muchos años de historia. El arco del
alto medievo se construyó para guardar el agua que salía. Limpia y
clara, corre por una canalización excavada en la piedra hasta llenar
las dos piletas del ritual. La primera, el aclarador, es un pilón
más pequeño que el segundo, donde sacar el jabón a la ropa es
tarea rápida y sencilla. El segundo, es el fregadero donde se lava
la ropa, se frota, se limpia. El agua fluye desde la salida del
manantial a los pilones y del segundo a la balsa exterior, aguadero
para palomas y pajaritos de nuestro barrio alto, abrevadero para
animales en tiempos pasados y punto inicial para el riego de las
huertas del pueblo, pequeños campos que se presentan en bancales en
la loma de nuestra montaña y, se bañan y nutren con este agua
bendita. La bajada natural se aprovecha y las callejas presentan un
encaje de tajaderas para que todo quede regado y el agricultor y
familia, alimentado.

Puedo imaginarme a ellas subiendo por allí con sus baldes llenos de ropa, a diario las que tenía trupe en casa, a veces por las noches cuando los niños dormían y él estaba en casa. Puedo pensar en que todo era mágico, como para mí ahora, pero seguro que cuando llegaban a la escalera de piedra que da a la puerta del lavadero, el cansancio se mostraba como signo de tiempos pasados, donde el esfuerzo era parte de la supervivencia del día a día. Allí, en lo alto, la reunión de tantas y tantas generaba un murmullo incesante. Arrodilladas, al principio y durante siglos, lavaban y hablaban, contaban historias, cotilleos, noticias tristes y alegres que ayudaban a pasar el rato. Las conversaciones serían a veces banales, otras intensas, secretos y pensamientos en voz alta que limpiaban ropa y alma. Seguro que había días de silencio, por algo gordo y triste que hubiera pasado. Seguro que corrían niños, detrás de sus madres, jugando entre las piernas agachadas de esas mujeres que frotaban las prendas sobre las piedras. El lavadero resuena, resuena en femenino por que ellos no lavaban. Resuena por el movimiento del agua, por el movimiento de brazos fregando, de manos estrujando las telas antes de tenderlas en lo alto. Resuena vivencias, resuena sororidad y compañerismo.
Mi casa es parte de esa zona, mi vida
de pueblo está ligada a ese lugar que un día fue sitio de encuentro
y reencuentro, de secretos y disputas. En mi cruzada hacia la
autosuficiencia y sostenibilidad decidí lavar allí la ropa, de no
usar lavadora ni jabones comerciales. Duré poco. Sin tener todavía
a mis hijos, limpiar la colada me suponía un tiempo largo y tedioso,
una manera de escurrir las horas entre camisetas y pantalones. Pronto
desistí, entendí la lavadora y la aprecié muchísimo más. Ahora
no hay semana que no lave manchas, cosas pequeñas, mantas o
manteles... lo que quiera frotar y disfrutar, por que para mí y mis
hijos bajar al lavadero es un juego. Cogemos el agua para beber a
diario, en su punto, fresquita en verano, atemperada en invierno.
Sentimos la historia del lugar en sus piedras, el asombro de los que
lo visitan y descubren, el placer de explicar las virtudes de este
lugar maravilloso.
Ya no se lava arrodillado. Las mejoras
de los años sesenta rebajó el suelo para levantar las piletas,
construyó un lavabo encima de la balsa exterior y mejoró la calidad
postural del que lavaba. Hubo otros cambios pero todo se me pierde en lo
que me cuentan unos y otros. Yo he conocido el lavadero actual,
después de la reforma del 2008 por la expo del agua de Zaragoza. Me
dicen que las piedras donde se frotaba eran muchos mejores, que las
de ahora no valen nada, pero las viejas estaban gastadas por los años, por el uso y, el cambio era necesario y a mí me encanta. Me dicen que los palos de
tender para escurrir eran más cómodos y accesibles, pero a mí los
actuales travesaños de madera me parecen bonitos y geniales. Me dicen que se
hacía cola para lavar, que había momentos que te tenías que esperar
porque no tenías hueco y que el lunes era el día, que las que
cuidaban casas de peluqueras y modistas, subían a lavar coladas
ajenas y a charrar entre ellas, para saber quién había estado con
quién ese fin de semana y explicar que había pasado en el pueblo...
Me dicen que siempre estaba lleno, menos el domingo, que aquí vivía
muchísima gente del campo y la mina, del ganado, del esfuerzo diario
de toda la familia. Ahora nadie sube al lavadero, vivimos pocos, cada
vez menos. Ahora Rita lo visita con turistas y Javier con los niños
de los campamentos. En verano, los vecinos que pasan sus vacaciones
bajan a buscar agua. El resto de año parece mío, nuestro, integrado
en mi momento y en el entorno. Un lugar, que si la sequía y el
cambio climático lo permiten, manará agua para la vida durante
mucho tiempo, para refrescar al sediento, para regar la huerta y al
hambriento...
Doy las gracias a todas las personas que han dedicado algún minuto de su vida en explicarme sus vivencias. Cada vez disfruto más de ello, de las historias humanas y de pueblo. Gracias Carmen la decidida que a sus 95 años me explicó sus recuerdos; a Luisa con su huerto de la parte baja que fue quien me contó que las piletas son las originales y lo único que se hizo fue rebajar el suelo para no tener que arrodillarse; a Rosa por el "si yo te contara" y hablar conmigo sin parar de pasado y presente; a Mari Paz por la foto del año 2000; a Rita por su sonrisa y llevarme hasta su abuela. La historia de las auténticas mujeres rurales no se puede borrar y, mientras pueda, escribiré sobre ello.